Tanto si se trata de dolor físico como psíquico, el dolor es un síntoma extremadamente difícil de valorar desde un punto de vista clínico, ya que se trata de una experiencia subjetiva, modulada por aspectos físicos, factores emocionales, cognitivos y psicosociales de la persona que lo padece (Masedo y Esteve, 2002; Bates, 1987).
El dolor crónico se caracteriza por tener una duración prolongada en el tiempo, pudiendo llegar a extenderse durante años. Generalmente no existe un tratamiento farmacológico determinado que consiga eliminarlo completamente. A pesar de que determinados tipos de dolor crónico pueden tener una causa definida, como una lesión, infección o una enfermedad, en otros casos puede llegar a producirse sin una causa orgánica identificable.
La observación clínica ha subrayado la co-existencia frecuente del dolor crónico y de síntomas depresivos, considerando además que ambos cuadros responden a tratamientos similares, pueden influirse mutuamente y compartir mecanismos biológicos (Gallagher y Verma, 1999; Blier y Abbot, 2001).
Dolor y síntomas depresivos tienden a presentarse de forma comórbida más que de forma separada (Bair et al., 2003).
Múltiples estudios han confirmado una mayor probabilidad de desarrollar síntomas depresivos y ansiosos en los pacientes con dolor crónico (Asmundson y Katz, 1009; Bair et al., 2003; Breivik et al., 2006; Demyttenaere et al., 2007; Gureje et al., 2008; Miller y Cano, 2009; Williams et al., 2012; Ohayin y Schatzberg, 2010; Bair et al., 2008). En este sentido, los pacientes con más de una queja relacionada con dolor tienen una probabilidad de entre 3 a 5 veces mayor de desarrollar síntomas depresivos que los pacientes sin dolor (Von Korff et al., 1988).
Por otro lado, en los pacientes con un cuadro de depresión resultan frecuentes las quejas relacionadas con dolores como migrañas, dolor abdominal, dolores articulares y en el pecho (Mathew et al., 1981; Kroenke et al., 1994). En comparación con pacientes sin depresión, los síntomas depresivos pueden llegar a predecir la aparición de dolores en la parte baja de la espalda, en hombros-cuello y de tipo musculo-esquelético (Leino y Magni, 1993).
Las personas con dolor crónico (o prolongado) y sintomatología depresiva ven considerablemente reducido su bienestar, su calidad de vida y acuden más a los servicios sanitarios (Gameroff y Olfson, 2006; Ilgen et al., 2013; Olfson y Gameroff, 2007; Reid et al., 2011).
Bases neurológicas de la relación entre dolor físico y síntomas emocionales
Estudios con resonancia magnética funcional han hipotetizado que la relación entre dolor y síntomas depresivos podrían involucrar dos áreas cerebrales específicas: la corteza insular y la corteza prefrontal. Según estos estudios, en pacientes ansioso-depresivos, el procesamiento emocional propio de la corteza insular se encuentra desplazado hacia áreas corticales más prefrontales, normalmente relacionadas con el procesamiento del dolor (Borksook et al., 2010; Mutschler et al., 2012).
Este desplazamiento (corteza insular – corteza prefrontal) podría explicar la modificación de la percepción de la persona, tanto a nivel de la experiencia emocional como en la experiencia del dolor. Además, se considera que estos cambios pueden persistir tras la remisión de los síntomas ansioso-depresivos y verse agravados por la experiencia de dolor en sí misma (Borksook et al., 2010).
En otros estudios se ha observado también una inflamación e hiperactividad del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (HPa-axis) y una desregulación del Sistema Nervioso Autónomo (Asmudson y Katz, 2009; Campbell et al., 2003; Vreeburg et al., 2009, 2010; Penninx et al., 2013; Vogelzangs et al., 2013).
Estas investigaciones han proporcionado evidencia de la existencia de mecanismos comunes en el procesamiento emocional y del dolor y pueden contribuir al establecimiento de una explicación tanto de la comorbilidad entre trastornos físicos y emocionales como de la utilidad de algunos antidepresivos en el tratamiento del dolor crónico.
Fibromialgia y síntomas emocionales
La fibromialgia es un trastorno con una prevalencia de aproximadamente el 3% en la población española, con una presentación cuatro veces más frecuente en mujeres que en varones (Sociedad Española de Reumatología, 2000; Carmona et al., 2001).
Se trata de una patología clasificada entre las enfermedades reumatológicas en la clasificación de la Organización Mundial de la Salud (CIE-10) y caracterizada por la experiencia de dolor musculo-esquelético difuso, de carácter crónico y con etiología desconocida. Se diagnostica cuando existe un cuadro de dolor de al menos tres meses de evolución, con umbral de dolor disminuido en 11 de los 18 puntos anatómicos establecidos (Wolfe et al., 1990).
A pesar de que el dolor es la base del diagnóstico de la fibromialgia, en las personas que padecen esta condición suelen aparecer diferentes síntomas, entre los que se encuentran la fatiga, problemas del sueño (Wolfe et al., 1990; Moldofsky et al., 1975; Yunus et al., 1989, 1981) y trastornos emocionales (Henriksson, 2003, Eisendrath, 1995).
Los trastornos emocionales más frecuentemente asociados con la fibromialgia son la ansiedad y la depresión. Se estima que el 30% de los pacientes con fibromialgia presenta depresión en el momento en que acuden a consulta, mientras que un 60% padecerá síntomas emocionales en algún momento del curso de la enfermedad (Bennet, 2002).
La fibromialgia también se ha asociado a otros trastornos emocionales como la distimia, el trastorno por estrés postraumático, los ataques de pánico, las fobias y los trastornos del sueño (Moreno y Alonso, 2000; Gómez-Argüelles y Anciones, 2009; Merayo et al., 2007).
Se trata de trastornos relacionados con un menor funcionamiento psicológico y de afrontamiento inadecuado, por lo que el resultado puede suponer tanto una valoración aumentada del dolor (Campbell et al., 2003; Pincus y Williams, 1999), como a su vez el mismo dolor puede agravar y cronificar el cuadro (Revuelta et al., 2010).
En la actualidad no existe acuerdo científico acerca del mecanismo que asocia trastornos emocionales (ansiedad, depresión) y la fibromialgia. A pesar de ello, se pueden destacar algunos factores específicos que también podrían influir en el cuadro:
- frustración personal (relacionada o no con el dolor),
- medicación, automedicación y falta de eficacia en los tratamientos,
- retraso en el proceso diagnóstico,
- indefensión aprendida relacionada con el desconocimiento de la causa del dolor e incertidumbre con respecto a la evolución de los síntomas,
- dificultades laborales y en el entorno socio-familiar.
Las personas con fibromialgia tienden a presentar ansiedad elevada ante la evaluación, situaciones cotidianas, las responsabilidades y ansiedad fóbica (Pérez-Pareja et al., 2004). Además, distintas investigaciones señalan dos principales dificultades del sueño en la personas con fibromialgia: 1- fragmentación y disminución del sueño lento profundo, 2- intrusión de ondas alfa (Dauvilliers y Touchon, 2001; Harding, 1998; Korszun, 2000; Horne y Shackell, 1991). Ambos efectos se han relacionado con el aumento de la frecuencia y la extensión temporal de los despertares nocturnos (Roizenblatt et al., 2001).
¿Cómo afrontar el dolor de una forma más adaptativa?
El estilo de afrontamiento de la persona y su percepción de los síntomas juegan un papel
de vital importancia en la adaptación a la experiencia de dolor. Cuando una persona se focaliza de forma excesiva en sus síntomas físicos, estos pueden llegar a magnificarse hasta el punto de acaparar casi todo el pensamiento de la persona.
Aceptar la cronicidad del dolor y aprender a convivir con él de la forma más adaptada posible resulta de vital importancia para el bienestar emocional y el equilibrio de la persona.
De la misma manera que los síntomas ansioso-depresiv
os tienen una influencia sobre la percepción del dolor, la utilización de estrategias de afrontamiento enfocadas en una percepción más positiva de la situación puede ayudar a la persona a disminuir el efecto del dolor en su vida cotidiana. En esta dirección, distintas investigaciones subrayan una relación entre estrategia de afrontamiento ante el dolor y el nivel de ajuste a los síntomas. Así que un afrontamiento pasivo se asocia con síntomas físicos más intensos y frecuentes, mayor nivel de estrés, más visitas médicas y síntomas emocionales (Gil et al., 1990; Jensen et al., 1992; Geisser et al. 1994). De lo contrario, estrategias de afrontamiento más activas suponen una mayor percepción de control sobre el síntoma y una disminución en la experiencia subjetiva del dolor.
Las creencias de la persona acerca del dolor y de su propia capacidad para hacerle frente también juegan un rol relevante a la hora de afrontar el malestar físico. El tipo de creencia (negativa o positiva) puede afectar a la eficacia de las estrategias de afrontamiento empleadas por la persona (Comeche et al., 2000; Jensen et al., 2001; Turner et al., 2001).
Creencias de indefensión o incontrolabilidad de la situación pueden fomentar la percepción de mayor intensidad del dolor (Edwards et al., 1992; Nicassio et al., 1999), mientras que las creencias de poder controlarlo permite mayores niveles de adaptación a los síntomas (Arnstein et al., 1999; Coughlin et al., 2000). Es decir, las creencias de menor control sobre los síntomas se relacionan con autoafirmaciones negativas y catastrofistas, mientras que las creencias de mayor control ejercen una influencia positiva en las autoafirmaciones que hace el paciente (Camacho y Anarte, 2003).
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