Las llamadas rabietas, a pesar de ser consideradas normales a ciertas edades, son una fuente de preocupación común entre los padres, en tanto que en muchas ocasiones pueden ser difíciles de manejar y comprender. Los padres ocupan un papel primordial en los primeros años de vida del niño, tanto en la satisfacción de necesidades vitales como a nivel psicológico y social, ya que estos primeros contactos relacionales, considerados interacciones tempranas, son el eje a partir del cual el niño organiza su mundo y se desarrolla en él (Viloria, 2011).
A pesar de que el bebé nace con un determinado potencial biológico, mental y conductual, este sólo empezará a desarrollarse cuando otro ser humano le ofrezca cuidado y relación (Kagan, 2010, 1994; Bowlby, 1969; Winnicott, 1988). Una interacción adecuada sirve como base para el desarrollo tanto afectivo como cognitivo y social (Greenspan 1997) y permite al niño desarrollar seguridad en sí mismo, su curiosidad, el juego, la relación, el pensamiento y otras muchas capacidades (Viloria, 2011).
La teoría del apego (Bowlby, 1969, 1973, 1980) ha señalado la necesidad primordial de los seres humanos de establecer vínculos afectivos duraderos que se desarrollan y consolidan en la interacción cotidiana con las personas del entorno, permitiendo al niño elaborar modelos mentales sobre el mundo y las relaciones. Desde esta perspectiva, cuando se dice que un niño ha desarrollado un vínculo de apego adecuado con el progenitor, significa que el niño ha organizado sus conductas de forma que le permitan asegurarse una proximidad con sus padres desde la que sentirse seguro y recargarse emocionalmente. Como consecuencia se sentirá querido y deseado, mostrará una actitud de confianza y curiosidad frente a lo desconocido, explorando y beneficiándose de sus relaciones con el entorno.
Temperamento infantil e interacción
El temperamento infantil consiste en la reactividad biológica a estímulos externos (Kagan, 1994, 2010). A pesar de que se considera que tiene un gran componente biológico (Goldsmith et al., 1987), esta reactividad también se ve modulada por las interacciones, confluyendo en la regulación emocional y en la sociabilidad del niño (Karreman et al, 2008; Olson et al., 2005; Gartstein et al., 2003; Kochanska et al., 2003).
El temperamento no permanece estable y fijo a lo largo de toda la vida del individuo, sino que atraviesa distintas fases a lo largo del desarrollo, modificándose en función de las interacciones en que el niño se encuentre involucrado (Strelau, 2001). Por esta razón, la interacción cuidador-niño se considera de especial relevancia en cuanto a la posible influencia en el comportamiento futuro del niño y en su forma de relacionarse con los demás.
La importancia de interacciones adecuadas, en las que los padres juegan un papel importante, modelando, corrigiendo y ayudando a regular las conductas de sus hijos, se ve demostrada en los casos de niños privados de este tipo de interacciones en la primera infancia. Distintas investigaciones (Tyson et al., 2005; Perry, 1997) han demostrado que los niños que crecen en ambientes con estrés crónico, problemas de apego y ausencia de interacción con sus padres tienden a mostrar dificultades en el control y regulación emocional, la tolerancia a la frustración y en el auto-control.
Además también pueden manifestar limitaciones en el desarrollo de la capacidad de reflexión y maduración mental, respuestas de estrés y procedimientos emocionales poco adaptativos en condiciones normales, aunque adaptados a las situaciones en las que se han visto obligados a desarrollarse.
Interacción temprana y aparición de rabietas
Los niños son individuos con deseos y necesidades diferentes a las de los padres, por esta razón en algunas ocasiones pueden resultar difíciles de comprender.
Cuando llega al mundo un niño está indefenso y es a través de su llanto como informa de sus necesidades. Ya desde edades tempranas un niño con capacidades adecuadas es capaz de expresarse, aunque presenta algunas limitaciones para desenvolverse en el entorno que tendrán que ir desarrollándose conforme madura (p.e. les cuesta subir y bajar escaleras solo, manipular objetos grandes, etc.). Estas limitaciones, en conjunción con la progresiva necesidad de independencia y el egocentrismo característico de la etapa infantil, pueden conducir a que el niño se frustre con los límites impuestos por los progenitores.
Entre los 2 y 3 años de edad las rabietas son la forma de expresión de la frustración más frecuente en los niños (Díaz Pernas et al., 2005). Por este motivo, hasta los 4 años de edad se considera una manifestación socialmente aceptada, aunque desagradable para el entorno. A partir de los 5 años, aunque aún se encuentre presente el mencionado egocentrismo, el niño ya posee ciertas capacidades lingüísticas y de reconocimiento emocional que deberían permitirle expresar su frustración de una forma más madura, modulando (y no inhibiendo) la experiencia emocional personal.
Autora: Amalia Gómez Arza
Referencias
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