La adolescencia es una etapa especialmente asociada a los cambios corporales, en las relaciones, en la forma de pensar, vestir o incluso de actuar. Uno de los hitos principales de desarrollo en esta etapa es el desarrollo de una identidad personal y social que, en muchos casos, requiere de numerosos intentos y experimentos antes de definirse establemente. Todo este proceso, puede generar que durante la adolescencia, las relaciones familiares experimenten también una evolución.
Se trata de un proceso personal, que los jóvenes necesitan afrontar por sí mismos y, por ello, tiene especial repercusión en las relaciones familiares: la frecuencia y duración de los contactos padres-hijo disminuye (Larson et al., 1996). La relación pasa de ser más autoritaria a acercarse progresivamente a una situación de igualdad (Youniss y Smollar, 1985) mientras que la identidad personal pasa de ser más difusa a clarificarse y articularse (Erikson, 1968; Adams y Fitch, 1982; Waterman, 1993).
Los jóvenes dejan de apoyarse progresivamente en los padres como figuras referencia para, progresivamente, satisfacer funciones anteriormente cubiertas por el entorno familiar, como la búsqueda de apoyo en momentos de malestar o estrés, a través de los iguales (Allen y Land, 1999; Carlo et al., 1999; Fraley y Davis, 1997; Burhmester, 1992; Hazan y Zeifman, 1999).
En el caso de algunas familias, esta etapa puede ser experimentada por los padres de manera especialmente dolorosa, con la aparición de sentimientos de incomprensión, pérdida o abandono. Sin embargo, es necesario tener presente que la mayor independencia del adolescente no tiene por qué asociarse con ruptura de la relación, sino ser considerada como adaptativa, en tanto supone una ampliación de la red de apoyo de la persona más allá del entorno familiar.

En este sentido, existen investigaciones que apoyan la visión de esta etapa como una renegociación de roles entre los padres y el joven, pasando de una relación más asimétrica o de autoridad – más característica de la infancia – hacia una relación progresivamente más igualitaria entre adultos (White, Speisman y Costos, 1983). En ese sentido, el adolescente madura en el contexto de una redefinición progresiva y recíproca de la relación con los padres, que no tiene por qué estar relacionada con el abandono o el deterioro de la relación (Hill y Steinberg, 1976, Youniss, 1983). A pesar de que, en cierto modo, la familia pierde cierto protagonismo en este proceso es, a la vez, uno de los pilares fundamentales en los que se apoyará el joven en la exploración y desarrollo de su autonomía e identidad personal.
Apego en la adolescencia
Según la teoría del apego (Bowlby, 1988; Hazan y Shaver, 1987; Bartholomew y Horowitz, 1991; Griffin y Bartholomew 1994; Brennan, Clark & Shaver, 1998; Bretherton & Munholland, 1999; Mikulincer & Shaver, 2007), las personas empiezan a construir modelos de sí mismo y de los demás en base a la relación, disponibilidad y sensibilidad de los cuidadores desde la infancia. Estas representaciones se mantienen y evolucionan a lo largo del ciclo vital (Bowlby, 1982; Bretherton, 1991), y ejercen una gran influencia tanto en la forma en que nos percibimos como en nuestra forma de relacionarnos y percibir a los demás. Según esto, la calidad del apego en la relación con los padres juega un papel importante en el desarrollo de la identidad durante la adolescencia (Allen y Land, 1999) y sigue prediciendo aspectos del bienestar psicológico incluso en la etapa adulta (Fraley y Davis, 1997; Larson et al., 1996).

Cuando se ha desarrollado una relación caracterizada por un estilo de apego seguro, se crea una base desde la que explorar aspectos de la identidad y promocionar el desarrollo personal, especialmente a nivel de la autoestima y autoeficacia (Allen y Land, 1999; Arbona y Power, 2003; Thompson, 1999). Algunos investigadores han argumentado que las relaciones positivas asociadas a una relación de apego seguro con los padres crean el clima afectivo para el desarrollo de la empatía y la reciprocidad (Garber et al., 1997; Zahn-Waxler y Radke-Yarrow, 1990). A nivel de estilos educativos y de la relación padres-hijo, también se ha señalado la existencia de una relación positiva entre prácticas parentales basadas en el apoyo y mayores niveles de autoestima en la adolescencia y juventud (Harter, 1990; Lamborn et al., 1991).
Sin embargo, a pesar del vínculo familiar y sus beneficios, en la etapa adolescente las necesidades de interacción social se amplían. Las relaciones con los pares aportan contextos distintos a las relaciones familiares, son voluntariamente elegidas y permiten el desarrollo de relaciones en posición de igualdad, mutualidad y reciprocidad (Youniss, 1985), lo cual supone un aspecto también relevante en el desarrollo de la toma de perspectivas y la empatía (Laible et al., 2000).

¿Por qué hay más discusiones?
Todo el proceso de cambio, tanto a nivel físico y emocional como en las relaciones familiares, en muchas ocasiones genera conflictos en el ambiente familiar. Los padres se preocupan por las compañías, la rebeldía y las posibles consecuencias futuras, mientras que el adolescente puede presentar sentimientos encontrados entre sus deseos de exploración y autonomía y el temor ante el gran reto que se le presenta: entender quién es y quién le gustaría ser en el futuro.
Las discusiones y conflictos familiares, generalmente asociadas a la redefinición de las necesidades y roles dentro de la familia, la toma de decisiones y la autonomía, aumentarán en frecuencia e intensidad. Ante esta situación, también desagradable para los padres, debemos tener en cuenta que se trata de un proceso de exploración y descubrimiento, en el que el adolescente debe afrontarse a retos muy duros tanto a nivel físico como emocional y social. El estrés asociado a esta etapa en muchas ocasiones puede derivar en estallidos emocionales y comportamientos más disregulados, no necesariamente voluntarios ni asociados a un deseo de dañar a la familia, sino relacionados con dificultades para manejar los temores y emociones intensos y, en algunos casos, aún desconocidos para el adolescente.
Algunas claves para apoyar al adolescente en este proceso
- Comprender sus necesidades personales. Dejarle espacio para sí mismo y sus relaciones, sin entrometernos u opinar (a menos que se nos solicite).
- Saber esperar. Permitir que pedir ayuda sea una iniciativa personal, evitando preguntar constantemente por sus relaciones y decisiones.
- Permitir que se equivoque y aprenda (a pesar de conocer que determinadas decisiones no conducirán a un resultado demasiado positivo). Debemos evitar sobreproteger al adolescente. El papel de los padres en la adolescencia pasa a ser más de apoyo y consuelo que de guía en la toma de decisiones.
- Afrontar el cambio de manera positiva. Aunque para los padres pueda resultar doloroso ver que el adolescente ya no depende tanto de ellos, debemos permitirle desarrollarse por sí mismo y explorar distintos contextos por su propia cuenta.
- No dejarse llevar por el miedo. Confiar y transmitir confianza en sus capacidades, y esperar que los valores y la educación que le hemos proporcionado le sirvan para tomar las decisiones más acertadas posibles.
- Fomentar la responsabilidad tanto en las decisiones personales como en las obligaciones del adolescente. Ayudarle a encontrar un equilibrio entre su autonomía y las responsabilidades académicas, familiares, personales y sociales cotidianas.
- Buscar ayuda especializada en los casos en que los padres perciban dificultades graves o conductas de riesgo que puedan tener consecuencias a medio-largo plazo para el futuro del adolescente.
Referencias
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© Psise: Servicio de Psicología Clínica del Desarrollo. Unidad de Observación y Diagnóstico Funcional.